No hay concepto más indeterminado ni que se ajuste mejor a las palabras de San Agustín que el de la originalidad. “Si nadie me pregunta, lo sé, si trato de explicarlo, no lo sé”, ya lo dijo el santo.
Nuestra Ley de Propiedad Intelectual protege creaciones originales formalmente expresadas que pueden ser arte, o no. Y en el arte hay obras que pueden estar protegidas por el derecho de autor, o no.
No tengo ninguna duda de que la obra “Fountaine”, de Marcel Duchamp, no está -o no debería estar- protegida por el derecho de autor, sin embargo, como expresión de la libertad creativa de su autor, como medio para la observación, la reflexión y la acción social, es arte. Y al contrario, un programa de ordenador sobre nutrición infantil sin duda no es arte, y sin embargo está protegido por el derecho de autor.
El derecho de autor (nuestra Ley de Propiedad Intelectual) protegerá obras de arte y expresiones de otro tipo, pero en ambos casos debe establecer un umbral para que podamos determinar qué obras franquearán la puerta de la protección y cuáles se quedarán fuera, como meras expresiones, artísticas o no, pero en todo caso no protegidas por el derecho de autor.
El legislador ha establecido que para extender el manto protector de la ley de propiedad intelectual (derecho de autor) una obra ha de estar formalmente expresada y debe reunir o sumar la acción humana de crear y la cualidad objetiva de originalidad como criterios de selección que permitirán a las creaciones que den la talla entrar en el olimpo protector de los derechos de autor.
La creatividad se puede definir de muchas maneras, pero es una actividad humana en la que la imaginación construye, el genio da forma a nuevas asociaciones entre ideas y conceptos conocidos y el talento produce soluciones diferentes a los planteamientos preexistentes.
En esa actividad creadora los autores han elegido de entre el universo de su pensamiento aquellos conceptos e ideas que tenían más sentido para ellos, que encajaban con las sensaciones, sensibilidades y sentimientos que les guiaban en la realización de sus obras.
Ese proceso creativo parte de la manipulación de materiales preexistentes, desprotegidos unos (como las ideas, los descubrimientos, la información, corrientes, modas estilos, etc.) y amortizados los otros, que son los compartidos por todos los creadores e inventores que previamente han existido, que los han depositado en la cantera común del conocimiento -cuando sus derechos ya se han agotado y extinguido- para que otros vengan y los utilicen como materia prima de su capacidad de crear.
Pero si hasta aquí la explicación suena algo abstracta y poco científica -espacio que no nos es ajeno a los juristas y en el que nos movemos con cierta soltura-, la cosa se torna muy poco consistente cuando introducimos en la explicación el tercer elemento. Efectivamente, si a la creación formalmente expresada le añadimos el criterio de la originalidad, generalmente sucede que la pluma del escritor se desboca en un galope que trata de suplir la falta de concreción o de argumentos con el exceso literario.
El de originalidad es un concepto escurridizo quizás precisamente porque quiere decir todo lo contrario de lo que pretendemos comunicar. Original, viene de ‘origen’, y su acepción pre-romántica precisamente entendía que original era la obra que se atenía a los orígenes, a las reglas y normas establecidas para esa obra. Hoy en día es todo lo contrario. Original ya no tiene que ver con el origen, al menos en derecho de autor. Original es lo nuevo, lo que rompe, lo transgresor y diferente. Y quizás en ese cambio de sentido están parte de las dificultades que tenemos para establecer qué es y qué no original.
El derecho de autor está anclado en un sano intercambio de información entre quienes preceden y quienes suceden al autor. La toma de conocimientos previos, su conversión en materia nueva y el disfrute durante un tiempo limitado por su autor, configuran un sistema -como en un pacto fáustico-, que devuelve a la sociedad -el diablo, dicho sea sin segundas- la obra después de pasado un tiempo. El derecho de autor debe justificarse, como poco, contribuyendo con algo nuevo a esa sociedad que le ha permitido disfrutar en exclusiva una obra tributaria de la información común.
La sociedad, para proteger la creación entiende que ésta debe ser consistente, aportar algo diferente, nuevo y especial a la comunidad. Sino no tendría sentido otorgar esa protección. Y ese es precisamente el umbral mínimo de la originalidad: la aportación de algo nuevo y/o diferente a la sociedad de la que se han tomado los materiales brutos para crear. En la medida en que la obra creada suponga un valor nuevo, singular, fresco, interesante, crítico, culto o, porqué no, divertido, el pacto será equilibrado.
Y eso es la originalidad en derecho de autor, una novedad objetiva caracterizada por la personalidad de la acción creadora de su autor, matizada por la intervención de múltiples factores en función de la obra de qué se trate, de la libertad de acción del autor, de la intención creativa y expresiva del mismo y de otros factores que no deberían tenerse en cuenta pero que acaban afectando al concepto, como la profesionalidad y/o reputación del autor, el esfuerzo empleado, el tiempo invertido, el eco conseguido, etc.
Desde la conocida Sentencia del TS de 26 de octubre de 1992 (conocida por los juristas, claro), que distinguía entre la originalidad objetiva y la subjetiva, nuestros Juzgados y Tribunales se han afanado en perfilar ese concepto de la originalidad, aprovechando las brisas de la doctrina más autorizada, que a menudo hacía embarrancar a los jueces más avezados.
Lejos quedan aquellas STS de 30 de enero de 1996 que consideraba obra protegida el folleto de montaje de una mampara de baño, o la de 13 de mayo de 2002 que consideraba obra los anuncios por palabras. Recientemente, la STS de 2 de febrero de 2017, ha casado la de apelación por errar al otorgar la condición de obra a un catálogo de bricolaje, por falta de originalidad. Parece que hemos tomado la buena senda.
El camino entre unas y otra ha sido lento. Desde una originalidad vinculada a la personalidad del autor, como en la STS de 10 de marzo de 2000 “…Una realidad singular o diferente por la impresión que produce en el consumidor…”o la STS de 3 de junio de 2002, “…una cierta apariencia de peculiaridad…”, se fue mutando hacia un criterio más objetivo, como en la SAP (secc 15a Barcelona) de 21 de noviembre de 2003 “…el requisito de la originalidad (…) ha de identificarse con la novedad objetiva ya sea radicada en la concepción ya en la ejecución de la misma, o en ambas, más no con la mera novedad subjetiva…”; o la STS de 24 de junio de 2004, “…consiste en haber creado algo nuevo, que no existía anteriormente (…) es original la creación novedosa, y esa novedad objetiva es la que determina su reconocimiento como obra…”.
Criterio cincelado por la SAP (secc 15a Barcelona) de 29 de septiembre de 2005 “…Si bien tradicionalmente imperó la concepción de la originalidad subjetiva por parecer criterio aceptable para las obras clásicas (literatura, pintura, música, escultura..), ya que la creación
implica cierta altura creativa, hoy día, sin embargo, debido a que los avances técnicos permiten una aportación mínima del autor (…) la tendencia es hacia la idea objetiva de originalidad, que precisa novedad…”. Este es el criterio que con algún vaivén se ha ido afianzando en las subsiguientes sentencias, hasta hoy.
En definitiva, y a modo de resumen, si crear no es hacer algo nuevo sino algo propio, la originalidad (como dijo Goethe) no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca se hubiesen dicho.