Son las 3:30 horas de la madrugada. Suena el despertador para ir a trabajar. Tengo un juicio en Alicante y he querido coger el primer vuelo de la mañana para llegar con tiempo de sobras, a pesar de saber que el juicio no empezará a su hora. Lo peor es que no puedo evitar una sensación de nerviosismo e intranquilidad. Las tres veces anteriores que como hoy tuve que madrugar para asistir a este juicio tuvieron el mismo final, y lógicamente, me preocupa que una vez más se repita la historia, especialmente, teniendo en cuenta que hace trece años de los hechos que se iban a juzgar. En todas esas ocasiones, como por cuarta vez ha vuelto a suceder hoy, su Señoría acaba pronunciando la palabra que más se escucha a los abogados justo cuando salen de la sala de vistas donde debía haberse celebrado un procedimiento penal: SUSPENSION. Las caras de los abogados reflejan sentimientos distintos. En mi caso, hoy, como casi siempre, una mezcla de rabia, indignación, frustración, desesperación e impotencia, que hacen que te asalten un sinfín de dudas acerca de si realmente esta profesión es la misma que hace un tiempo te apasionaba.
La suspensión de los procedimientos judiciales, sobre todo en el ámbito penal, es el pan nuestro de cada día, con el elevadísimo coste que ello nos representa a todos (recursos inutilizados, desplazamientos inútiles, tiempo perdido, y en definitiva, ineficacia total). Nuestro sistema judicial no funciona, y ese es uno de los muchos males que le aquejan. No es sólo un problema de recursos, sino sobre todo de personas, del conjunto de personas que con una y otra función integran la administración judicial, y que de una u otra forma intervienen en el proceso de administrar justicia. Es el impresentable efecto de un coctel con altas dosis de desidia, bien mezcladas con chorritos de irresponsabilidad, desorganización, incapacidad e incompetencia a partes iguales. Sírvase bien frio, pues es la única forma de tragarlo. (F. Llaquet)